Escuchar a los pacientes, la mejor forma de aprender. A menudo, los agentes de la salud nos olvidamos que nuestras acciones, son sobre otros seres humanos; que a su vez, también tienen el derecho de decidir sobre sus cuerpos y mentes. La rapidez del acto médico, que reconoce diferentes causas, nos lleva a escuchar menos y a
Escuchar a los pacientes, la mejor forma de aprender.
A menudo, los agentes de la salud nos olvidamos que nuestras acciones, son sobre otros seres humanos; que a su vez, también tienen el derecho de decidir sobre sus cuerpos y mentes.
La rapidez del acto médico, que reconoce diferentes causas, nos lleva a escuchar menos y a actuar con mayor celeridad.
El relato que sigue, fue escrito en su totalidad por Gala Baranchuk, una nena de 11 años, que vive en Kingston, Canadá, más precisamente en mi casa. Es mi hija.
Lo que sigue, es como ella vivió la experiencia de ser diagnosticada con síndrome de Wolf-Parkinson-White y sometida a una ablación por Radiofrecuencia, bajo la dirección de Bob Hamilton, un experto electrofisiólogo infantil.
Esto lo escribió espontáneamente para un trabajo de la escuela llamado «Memorias«. Así lo vivió ella, así lo contó, y yo; con su permiso, lo comparto con todos Uds, porque creo que nos puede ayudar en el ejercicio de escuchar al paciente.
Adrian Baranchuk
Kingston, Ontario, Canada, Octubre 2017.
La cirugía
Era una agradable, fresca y ventosa mañana de mayo de 2017. Sonó la alarma y me desperté. Miré por la ventana de mi habitación y vi los árboles balanceándose por el viento y golpeando sus ramas y hojas. Bajé las escaleras para desayunar. No me sentía bien. Aunque había un delicioso olor a panqueques, me sentía asqueada para comerlos. Me acosté en el sofá y le dije a mi mamá que no quería ir a la escuela. Sentí frío y fui a buscar una manta. Cuando me puse de pie, tuve la sensación que la habitación giraba en círculos a mi alrededor y de repente todo se volvió negro. Me desperté con la voz de mi madre preguntándome en un tono preocupado “¿Qué fue ese ruido tan fuerte?” Un segundos más tarde, me di cuenta de que me había desmayado! Me dolía la frente y no sabía por qué. La toqué y estaba mojada y caliente. Miré mi mano y estaba cubierta de sangre. Sentí miedo y asco al mismo tiempo porque esa sustancia líquida rojiza nunca fue una de mis favoritas de ver. Estaba confundida, no sabía qué hacer, y me sentí indefensa. Llamé a mi mamá, ella me ayudó a llegar hasta el sillón y trató de tranquilizarme. Llamó por teléfono a mi papá que estaba en el trabajo, y le pidió que viniera a casa, y nos llevara al hospital, porque ella pensó que yo iba a necesitar sutura.
Unos minutos después mi padre llegó a casa. Estaba vestido con su nuevo traje y lucía elegante. Me levantó en brazos y me llevó hasta el auto. Tuve miedo de mancharle su ropa con la sangre que goteaba de mi cabeza, pero me encantaba sentir esa sensación de protección. Papá delicadamente me sentó en el asiento trasero del auto. El cuero frío del asiento me hizo sentir sola otra vez, a pesar de que mi mamá estaba sentada a mi lado. El movimiento del auto me hizo sentir aún peor de lo que estaba. Lo único que me reconfortaba, era mi madre sosteniendo mi mano. El viaje fue silencioso. Cada tanto mi padre rompía ese silencio preguntándome si necesitaba algo. Yo sólo quería que ese día terminara, pero como sabía que él no me podía dar eso, siempre le respondía que no necesitaba nada.
Cuando llegué al hospital, la primera persona que me atendió fue una enfermera. Me tomó la temperatura, la presión arterial, me pesó en la balanza y me hizo muchas preguntas que por suerte mi madre respondió por mí, porque yo me sentía muy mareada y asqueada para contestar. Cuando la enfermera terminó de revisarme, me envió en una silla de ruedas al primer cubículo de la fila para que esperara ahí hasta que algún doctor pudiera verme. Mi madre cerró las cortinas para que yo tuviera más privacidad. Como todavía estaba asustada, mi padre para distraerme empezó a tocar todos los instrumentos médicos que estaban cerca de mi cama y hacía caras graciosas mientras los usaba de una manera errónea. Luego de una larga espera, la doctora llegó y se sentó a mi lado. Me revisó el estómago, los oídos y la garganta y me hizo algunas preguntas que en ese momento pude responder porque me sentía mejor. Tenía una gastroenteritis. El corte no era tan profundo como para necesitar puntadas. La doctora me dio una píldora que me hizo sentir mejor. Cuando pensé que estaba lista para ir a casa, me dijo “Mi amor, estoy preocupada porque tuviste un desmayo, por lo tanto, necesito tomarte un electrocardiograma (ECG), para ver si tu corazón funciona bien”. El nombre del test era largo y alarmante, pero me sentía segura sabiendo que mi papá estaba allí, porque él es un buen cardiólogo. El ECG no es un estudio doloroso, pero los adhesivos que la doctora puso en todo mi pecho, brazos y piernas me hicieron sentir como un álbum de figuritas humano. Mientras me realizaban el estudio, los adultos que estaban en la habitación hablaban y todo parecía marchar bien, hasta que mi papá de repente miró el monitor y su cara se puso pálida. Inmediatamente supe que algo estaba mal. Le pregunté a mi papá que estaba sucediendo, pero no me respondió. Salió de la habitación, seguido por la doctora y mi madre. Me dejaron sola con mis miedos y mis preocupaciones.
Minutos después la doctora regresó y me dijo que mi corazón no estaba funcionando bien. Tenía un síndrome llamado W-P-W, Wolf Parkinson White y que podía ser grave. Era difícil de creer, ya que el nombre sonaba lindo, me hacía pensar en un pequeño lobito blanco llamado Parkinson, pero estaba siendo muy ingenua. Inmediatamente la doctora me conectó un Holter. Otra máquina, más adhesivos! Y tenía que cargar esa máquina conmigo por 24 hs! Era pesada e incómoda. Definitivamente no quería que llegara el momento de ir a dormir esa noche, porque la máquina me recordaba a un gran ladrillo frío y yo prefería una pequeña almohada tibia para dormir. También me dieron turno para otro examen. Para ese, tuve que correr en una cinta. Al menos eso fue un poco más divertido! Cuando todos los estudios estuvieron hechos, los doctores tuvieron los resultados. Estaba nerviosa y curiosa, quería saber que me iba a pasar después.
Los doctores sugirieron hacerme una cirugía de corazón en el Hospital de Niños en Toronto. Me explicaron cuál era el problema en mi corazón, pero no entendí ni una palabra. No estoy segura, si fue porque usaban palabras muy complicadas, o porque mi mente se puso en blanco cuando escuché la palabra “cirugía”. Más tarde, en casa, mi mamá me explicó con palabras más fáciles y más cálidas y pude entender de qué se trataba todo esto. Nací con un “cable” extra en mi corazón, eso era malo, porque ese «cable» podía hacer latir mi corazón a una velocidad muy peligrosa. Los doctores querían sacarlo cuanto antes. Bueno, sacarlo no, necesitaban quemarlo! La idea de quemar algo en mi corazón me paralizó. No confiaba en que fuera posible quemar una parte del corazón sin dañarlo más de lo que ya estaba.
La cirugía fue planeada para finales de junio. Mientras esperaba ese día, volví a mi vida normal, iba a la escuela, entrenaba gimnasia deportiva y practicaba atletismo. La mayoría del tiempo no pensaba en la cirugía, pero algunas noches mientras estaba en la cama, todos mis pensamientos eran acerca de la cirugía y como ésta podría cambiar mi vida, abrumándome otra vez. Siempre fui tímida por naturaleza, pero pensé que si compartía mis sentimientos con mis amigas, eso me podría hacer sentir mucho mejor. Fue triste y desalentador cuando una de ellas no me creyó y me acusó de mentirosa, pero afortunadamente el resto me apoyó. Hablar con mis amigas fue agradable, sentí que me liberaba de algo que estaba atascado en el medio de mi pecho.
El inicio de la mañanas cálidas y soleadas me anunciaban que el día de la cirugía había llegado. Cargamos las maletas en el auto y mi papá manejó hasta Toronto. Recuerdo lo ansiosa y asustada que estuve durante ese viaje, pero sorprendentemente no quería que terminara, nada podía ser peor que la cirugía.
Cuando llegamos al hospital todo sucedió muy rápidamente, nos asignaron una habitación, me dieron un camisón azul para que usara, me recordaron que no bebiera, ni comiera nada, y nos pidieron que esperáramos allí hasta que el quirófano estuviera preparado. Alguien vendría por nosotros. Yo quería correr, escapar de allí, volver a casa y llorar, pero no fui capaz de decir ni una palabra y me sentí como un gato miedoso por no poder decir lo que quería. Una mujer abrió la puerta y nos pidió que la siguiéramos. Fuimos a otra habitación donde mi madre tuvo que ponerse un traje blanco por encima de su ropa de calle, porque yo quería que estuviera conmigo cuando me anestesiaran. Mi madre parecía una apicultora con ese traje. Aunque lucía graciosa, no pude reirme. Mi madre me tomó fuertemente de la mano y entramos juntas a la sala de operaciones.
La sala era un lugar horrible, frío, terrorífico para mí! La cama grande, los monitores, los sonidos de las máquinas me petrificaron. Las enfermeras me hablaban, veía que sus bocas se movían, pero no podía escucharlas, era como el silencio, pero sin ser silencioso. Sentí la máscara de plástico sobre mi boca y mi nariz, los caricias de mi madre en mi cabeza, los sonidos distantes de las máquinas y de repente no pude respirar, me sentí mareada, adormecida y la idea de la muerte invadió mi mente.
Horas más tarde me desperté y lo primero que vi fue a mis padres que estaban a mi lado. Tuve una sensación de gran alivio, estaba viva. Tuve que dormir una noche en el hospital para que las enfermeras me pudieran controlar cada dos horas. Estaba adolorida y cansada, pero el saber que después de esa noche todo terminaría, me daba fuerzas para superarlo.
A la mañana siguiente, después de comer unas galletas de agua blandas y beber un jugo de manzana tibio, el doctor me dijo “Ya puede volver a casa, Señorita Gala, y quiero felicitarla por haber sido tan valiente”. Su comentario me alegró, pero al mismo tiempo me confundió. Más tarde, ya en el auto, camino a Kingston, pensé en lo que el doctor me había dicho y me di cuenta que él tenía razón. Había tenido miedo, pero eso no significaba que no hubiera sido valiente. La verdad es que el haber tenido miedo me hizo más valiente; no la falta de temor. Entendí que el no tener miedo a sentir miedo, te hace una persona valiente. Ahora me siento más capaz de poder enfrentar lo que me atemoriza y eso me da más seguridad . El mejor momento de este capítulo de mi vida fue el haber dejado que un grupo de personas tocaran mi corazón, la parte de mi cuerpo que me hace ser quien soy.
Por Gala Baranchuk
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